La palabra es el eje estructurador de la realidad: a fin de cuentas, todo lo que percibimos es procesado y reproducido a través del lenguaje. (y antes a través de nuestros sentidos que sólo captan un espectro muy limitado de "realidad") Palabras, cuyos significados y formas van cambiando a través del tiempo y el espacio a tal nivel que difícilmente somos conscientes de la interacción profunda que el resto de lenguajes no-verbales mantiene y sostiene cotidianamente con nosotros. Desde la más tierna infancia somos bombardeados por una miríada de símbolos y claves no-verbales explicadas, racionalizadas y aterrizadas por medio de la palabra, generalmente extraídas de discursos editorializantes y condicionantes que no alcanzamos siquiera a discernir, y se terminan convirtiendo en piedras angulares de nuestra realidad. Si la mayoría de la gente se limita a recibir y, acaso, a elegir cuál constructo sociocultural es más válido, difícilmente se dará el tiempo y el espacio para tratar de entender las diversas manifestaciones del arte moderno, generándose un abismo, muchas veces infranqueable, entre el artista y su "audiencia". El presente artículo entregará algunas reflexiones respecto al tema. Siguiendo la línea trazada desde el advenimiento del romanticismo europeo con su exaltación del yo creador y libre, el arte moderno, en todas y cada una de sus variantes, se ha caracterizado por proponer, ya sea una reinterpretación de la realidad, una reestructuración de sus elementos, su destrucción y, yendo un paso más allá, la deconstrucción de la misma. El problema de esta propuesta reside en que la mayoría de la gente ni siquiera alcanza a construirse una realidad propia, limitándose a reproducir la que sus mayores, su medio ambiente sociocultural inmediato y los medios de comunicación les proponen, a distintos niveles y de acuerdo a las distintas etapas de maduración de cada individuo. Si sólo un ínfimo porcentaje utiliza estas influencias como herramientas para construirse una realidad propia que sea capaz de interactuar adecuada y libremente en un contexto social, ¿Quién se va a interesar en un grupo de locos que hacen cosas raras (que llaman "arte") con las que buscan "deconstruir" una realidad que ni siquiera el grueso de la población se ha tomado la molestia de crear?Se crea entonces un abismo entre el artista y el "consumidor" (dicho término me resulta más ilustrativo que "hombre") alimentado por los entes socializadores desde la más tierna infancia cuando enseñan al niño que el arte es una técnica que requiere el cumplimiento de ciertos requisitos, que debe ser "entendido" de cierta manera porque así lo han establecido unos señores que se hacen llamar "teóricos" mientras que, por otra parte, sus mundos son llenados de músicas y colores que no necesitan crear para poder disfrutar, sino sólo pedírselo a sus papis, estirar la mano, o cuando grandes, echándose la mano al bolsillo.Sólo aquellos que, por privilegio de elite, contraeducación, resiliencia, ego, descuido u oportunismo se dan cuenta que la vida no se basa en un seguimiento de patrones específicos y ciclos delimitados desde la cuna, sino que éstos pueden crearse y recrearse a voluntad, se lanzan a la no muy popular (aunque exclusiva) piscina del arte, y no sin realizar algunos sacrificios, en un acto de liberación espontáneo.Porque la sociedad no ofrece muchos estímulos para hacerlo. A lo sumo un artista, generalmente miembro a priori de la elíte, podrá pasearse por los salones elegantes, enfrascarse en tertulias circunvirúmvicas mientras bebe champán y disfruta de lo que su ego le ha permitido cosechar. A veces esa aspiración será su motor, otras su disfraz, y así habrá tantos artistas que nunca probarán el licor verde de la fama, y que por el contrario, pulularán en medio de escenarios miserables y decadentes, sobreviviendo de la caridad ajena y del éxito ocasional, atormentados por un ego que se les desborda mientras sus obras quedan atrapadas en un círculo onanista y complaciente, y a veces ni siquiera eso. A veces deben esconderse en trabajos monótonos y repetitivos como el resto de los mortales, porque hay que ganarse el pan y el arte nunca ha servido mucho para eso. De estos,algunos suertuidos, los menos, serán descubiertos posmortem y elevados a la categoría de íconos que nunca gozaron en vida. A no ser que se "venda", claro está. Esta palabra tan fea, caballito de batallas de los egos resentidos, no significa más que la capacidad del artista de dotar a sus proyectos de justificaciones técnicas y objetivas que demuestren que la obra de arte causará un cierto impacto en la comunidad de destino, es decir, transformarse a sí mismo en un tecnócrata. Muchas almas astutas y prácticas lo logran y nadie podrá juzgarles por eso (a excepción de aquellos "fundamentalistas" que afirman a los cuatro vientos que "jamás" prostituirán su arte y a los cinco minutos aplauden y defienden a rabiar a la autoridad de turno por apoyarlos y ofrecerles una manito si se cumplen unos "pequeños" requisitos. Considero que en el arte de hoy hace falta pasar más piola. Concentrarse en el oficio de crear como aquellos monjes de la edad media que, a falta de algo más entretenido, volcaban sus vidas a la creación de imágenes religiosas. No sabemos sus nombres, pero sus obras ahí están junto a los stenciles y graffitis que pueblan las calles, los que no le hacen el quite a las calles y hacen el loco aunque nadie más los entienda. Porque a fin de cuentas el arte es un reflejo de la realidad, y como no existe "LA" realidad, sino infinitas posibles, lo más lindo es empaparse de esa plétora de manifestaciones culturales, pero fundamentalmente del día a día, y crear sólo porque sí, sin esperar nada de nada.
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